Alguna fuente innombrable determina una distribución del tiempo del ser humano en edad adulta en la que dedicas un veintisiete por cien de tu cuota al trabajo, un treinta y séis a dormir, un nueve por ciento comiendo, cuatro puntos en desplazamientos y siete colgados del teléfono. Poco más de un uno por cien de nuestras horas se lo dedicamos al sexo. Mientras que el resto del minutero es un elástico que se acomoda caprichosamente entre los verbos que conjugamos mientras vivimos.Si hacemos el ejercicio de imaginar los escenarios en que ocurren todas esas cosas nos daremos cuenta de que, con probabilidad, se repiten la utilería y los espacios. Porque somos ordenados. Y porque en nuestro orden, resulta difícil que una actividad conquiste la patria de otra. Trabajamos, dormimos, comemos y nos desplazamos por los mismos sitios y, mientras lo hacemos, utilizamos los mismos objetos que rara vez traspasan las fronteras de esos lugares de los que son oriundos.Pero este es un espacio intencionadamente desordenado que no determina los límites entre unas actividades y otras. Donde se escriben mails en la cocina, se trabaja en el salón y se come en la oficina. Un canal para divulgar un trabajo personal sobre las atmósferas en las que nos ocurren las cosas, un trabajo sobre objetos verdaderamente eficaces.